Cuando el ángel anunció a María la sublime dignidad de ser la Madre de Dios, le dijo también que su prima Isabel daría a luz a un niño, destinado por Dios, para preparar a las gentes a recibir al Mesías.
María fue, sin pérdida de tiempo, a visitar a Isabel, y estuvo con ella tres meses, sirviéndola como una humilde sierva. Seis meses antes que el Salvador, nació el hijo prometido, que se llamó Juan, y fue apellidado después el Bautista, porque administraba el bautismo. Había sido escogido como precursor del Mesías. Niño aún, para evitar los tumultos del siglo, se retiró al desierto, donde llevó una vida angelical. Formaban su alimento langostas y miel silvestre, y una piel de camello y un cinturón de cuero su vestido.
Al cumplir los treinta años de edad, recibió Juan del Señor la orden de pasar a las orillas del Jordán a predicar la penitencia y anunciar la venida del Mesías. Todos acudían a oír sus sermones, y conmovidos y arrepentidos de sus pecados, se convertían y recibían el bautismo. (San juan Bosco)
Jesús había bajado a la tierra para destruir el pecado, y San Juan, como precursor, predicaba con el celo más ardiente contra los vicios del pueblo. Herodes Antipas rey de Jerusalén, hijo de aquel otro Herodes que ordenara la matanza de los Inocentes, vivía en adulterio y pidió el consenso de San juan para así obtener la aceptación de todo el pueblo judío ante el pecado público que él estaba cometiendo, pero San Juan ante toda la corte del rey, en un grito de indignación sacrosanta le reprendió: ¡No te es lícito tener la mujer de tu hermano! (Marco 6 – 18).
Es así como aquel que nuestro señor se referiría: “Entre los nacidos de mujer no apareció jamás mayor que Juan” (Lucas, 7-28), en defensa de la verdad moriría decapitado obteniendo sublimemente la palma del martirio.
Hecho extraordinario, del cual S. S. Juan XXIII Exhortaría:
La vida cristiana no consiste simplemente en alabar al Señor y honrarlo mediante manifestaciones externas: ella exige que se cumpla todo lo que está prescrito en los Diez Mandamientos, que repite —¡con cuánta claridad y eficacia!— la ley natural impresa en el corazón de todo hombre.
Se trata de decir “no” al mal, en todas sus formas, y precisamente por haber proclamado uno de esos “non licet” (no te es lícito) la cabeza de Juan fue cortada y llevada en una bandeja. Pero ella resplandece por todos los siglos, aun en esta tierra, en la gloria de innumerables catedrales, iglesias y monumentos.
En la vida cotidiana se oye muchas veces repetir: bien podría la Iglesia se más indulgente, admitir algún ligero compromiso… Eso nunca. El Papa puede ser bueno, longánimo cuanto se quisiera, pero, frente a tristes realidades de miserables inobservancias, su actitud será inquebrantablemente firme, clara, irreductible, respetuosamente sumisa a la verdad. (S.S. JUAN XXIII, in Osservatore Romano, edición en francés, 11-9-1959.)
Es así también como tiene que ser la vida del cristiano que a ejemplo de San Juna Bautista sea capaz de decir al pecado, al mundo y a la carne, ¡No! ¡No! y ¡No! Capaz de decir a este mundo en que reina la impiedad y las ofensas a Nuestro Señor y a su Madre Santísima ¡NO TE ES LICITO!…