Prof. Plinio Corrêa de Oliveira
Los Papas insistentemente han recomendado que la humanidad intensifique el culto que presta al Sagrado Corazón de Jesús, a fin de que, regenerado el hombre por la gracia de Dios, y comprendiendo que debe ser Dios el centro de sus afectos, pueda reinar nuevamente en el mundo aquella tranquilidad del orden, de la cual tanto más distantes estamos cuanto más el mundo se despeña hacia la anarquía.
Así, no podría un periódico católico pasar desapercibida la fiesta del Sagrado Corazón. No se trata apenas de un deber de piedad impuesto por el propio orden de las cosas, sino de un deber que la tragedia contemporánea vuelve más trágicamente apremiante.
No hay quien no se alarme con los extremos de crueldad a que puede llegar el hombre contemporáneo. Esa crueldad no se atestigua apenas en los campos de batalla. Ella trasparece a cada paso, en los grandes y en los pequeños incidentes de la vida de todos los días, a través de la extraordinaria dureza y frialdad de corazón con que la generalidad de las personas trata a sus semejantes.
El corazón, símbolo del amor de Dios
Así, será solamente aumentando en los hombres el amor de Dios, que se podrá conseguir de ellos una profunda comprensión de sus deberes hacia el prójimo. Combatir el egoísmo es tarea que conlleva necesariamente a dilatar los espacios del amor de Dios, según la bellísima frase de San Agustín.
Ahora bien, la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús es, por excelencia, la fiesta del amor de Dios. En ella la Iglesia nos propone, como tema de meditación y objeto de nuestras plegarias, el amor tiernísimo e invariable de Dios que, hecho hombre, murió por nosotros. Mostrándonos el Corazón de Jesús ardiendo de amor, a despecho de las espinas con que lo circundamos por nuestras ofensas, la Iglesia nos abre la perspectiva de un perdón misericordioso y amplio, de un amor infinito y perfecto, de una alegría completa e inmaculada, que deben constituir el encanto perenne de la vida espiritual de todos los verdaderos católicos.
Amemos al Sagrado Corazón de Jesús. Esforcémonos para que esa devoción triunfe auténticamente en todos los hogares, en todos los ambientes, y, sobre todo, en todos los corazones. Sólo así conseguiremos reformar al hombre contemporáneo.