EL SIGLO DE LA GUERRA, LA MUERTE Y EL PECADO

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Plinio Correa de Oliveira, en Catolicismo n. 2, 1951

Panteísmo, igualitarismo político, social y económico absoluto, amor libre: este es el triple fin al que nos ha llevado un viejo movimiento de más de cuatro siglos.

¿Cuál es el papel preciso de nuestro tiempo en esta trágica cadena de eventos?

Lo que caracteriza a esta revolución de cuatrocientos años es el proceso eminentemente gradual de su desarrollo. En los siglos XVI, XVII y XVIII, era predominantemente religioso: las instituciones políticas permanecieron más o menos intactas. Desde 1789 hasta finales del siglo XIX, fue esencialmente político. A partir de entonces, invadió la economía, el único campo de la vida social que quedaba por convulsionar. Al mismo tiempo, del siglo XVI al siglo XVIII, hubo un cambio del cristianismo al deísmo. El siglo XIX marcó el apogeo del ateísmo. El siglo XIX es exactamente el siglo del panteísmo. A finales del siglo XVI hasta el siglo XIX fue la era de la expansión del ideal del divorcio. El siglo XX es el gran siglo de la expansión del amor libre.

Esta grande Revolución no da saltos. Tomó cuatrocientos años llegar a donde estaba. Y es necesario reconocer que hoy parece estar muy cerca de su objetivo.

La gran lucha

Este es el punto que debe tenerse en cuenta si queremos establecer una idea exacta sobre los días en que vivimos. Todas las tendencias niveladoras y revolucionarias de los últimos siglos han alcanzado hoy la suma de su exasperación.

 No se puede ser más radical en la línea del orgullo y la Revolución que proclamando la igualdad entre Dios y los hombres, y la igualdad total de los hombres en los ámbitos político, económico y social. No se puede llevar la lujuria más lejos, de que instituir el amor libre.

Es cierto que estas tendencias aún no han alcanzado su triunfo completo. Para comenzar con lo que es secundario o incluso muy secundario, notemos en primer lugar que, incluso fuera de la Iglesia, no todo sigue siendo panteísmo, igualitarismo y amor libre. Y sobre todo, notemos que la Santa Iglesia es, en cierto sentido, más frondosa que nunca, en el esplendor de su santidad, su unidad, su catolicidad. Cuatro siglos de un ataque ciclópeo no han impedido que se propague en medio de reveses y dolores sin nombre.

Un choque entre la Revolución que no puede detenerse, no puede retirarse, y la Iglesia que, sin embargo, no ha logrado vencer, parece inevitable en nuestros días. En el pasado, hubo enfrentamientos serios entre la Iglesia y la Revolución. Pero como el virus revolucionario no había alcanzado el apogeo de su paroxismo, fue posible lograr acomodaciones, contratiempos, arreglos, sin dañar los principios.

Hoy esto es imposible, porque la exasperación revolucionaria ha llevado las cosas a tal punto que no hay otra posibilidad que la lucha por el exterminio. ¿No se necesitará mucha información para discernir una relación entre este conflicto titánico y la gran era de guerras y agitaciones que parecen acercarse a nosotros?

Las costumbres decadentes de Occidente tienden a liberar el amor. Y, lo que es aún más triste, dentro de las filas católicas mismas, las infiltraciones de este espíritu son tan profundas que exigieron que Pío XII tome una serie de medidas para preservar a los fieles contra este terrible mal.

Guerra de religión

La guerra, la muerte y el pecado están llegando a devastar el mundo nuevamente, esta vez en mayores proporciones que nunca.

En 1513, el incomparable talento de Durer los representaba en la forma de un caballero que va a la guerra, vestido con armadura completa y acompañado de muerte y pecado, este último personificado en un unicornio.

Europa, ya inmersa en la agitación que precedió a la Pseudo-Reforma, se estaba moviendo hacia la trágica era de guerras religiosas, políticas y sociales que desencadenó el protestantismo.

La próxima guerra, sin ser explícita y directamente una guerra de religión, afectará los intereses más sagrados de la Iglesia de tal manera que un verdadero católico no puede dejar de verla, especialmente el aspecto religioso. Y la matanza que se desatará sin duda será incomparablemente más devastadora que la de los siglos anteriores.

¿Quién ganará? ¿La Iglesia?

Las nubes ante nosotros no son rosadas. Pero una certeza invencible nos alienta, que no solo la Iglesia, como es obvio dada la promesa divina, no desaparecerá, sino que alcanzará un triunfo mayor hoy que el de Lepanto.

¿Cómo? ¿Cuándo? El futuro pertenece a Dios. Se encuentran muchos motivos de tristeza y aprensión al mirar incluso a algunos hermanos en la Fe. En el fragor de la lucha, es posible e incluso probable que tengamos decepciones terribles.

Pero es cierto que el Espíritu Santo continúa agitando en la Iglesia energías espirituales admirables e indomables de Fe, pureza, obediencia y dedicación, que a su debido tiempo cubrirán una vez más el nombre cristiano de gloria.

El siglo [XXI] no solo será el siglo de la gran lucha, sino sobre todo el siglo del inmenso triunfo. Como así lo prometió Nuestra Señora en Fatima: !Por Fin, mi Inmaculado Corazón Triunfará!.

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